viernes, 14 de enero de 2011

''Y perder, que no que no puedo pensar''

Aquella mañana, la niebla parecía haberse tragado la voz de aquel pequeño pueblo. Cuando salió a la calle, se sorprendió por el aspecto de la mañana. Ni siquiera en su reciente viaje a aquel país del norte había podido ver a gran pantalla aquel triste y tenebroso paisaje.
Pero a él le gustaba. Caminaba por la calle pensando que, por algún motivo, esa, precisamente esa mañana, todo el pueblo había poido quedar sumido en un sueño muy profundo. Y aún no había despertado. La idea de que podría estar deambulando solo por aquellas calles viajaba por cada uno de sus nervios, recorriendo todo su cuerpo, en forma de ilusión, de cosquilleo, de sonrisa.
Fue una chica joven quien lo hizo bajar de donde había subido, o mejor dicho, de donde había dejado volar su imaginación. Por más que se esforzaba en no darle mucha cuerda a sus pensamientos, al final siempre acaba prestándoles la libertad.
Aquella chica tenía el rostro pálido, pero no, no era fría; cierta calidez parecía emanar de ella. Tenìa ojos negros, rasgados. Ojos profundos. Era verdaderamente preciosa. Y su mirada lo atravesó hasta hacerle creer que se conocían.
Tal vez lo extraño fuese que esa mirada no estuviera tan equivocada. Sí, era ella. Había cambiado desde la última vez que la vio. Y le costó reconocerla. Tan sólo había algo que no había cambiado en ellos dos: en algún tiempo habían jurado ser agua... y sed. Y hasta el momento ninguno de ellos se había preocupado por saciar o ser saciado.